Recuerdo que en el BUP tuve una profesora de Biología que nos mandó un trabajo sobre la minería en España. Así, sin anestesia, nos dijo: "hay que hacer un trabajo, mínimo diez páginas, para el 16 de noviembre...". Recuerdo copiar el fragmento dedicado a la minería de la Espasa de 8 tomos que teníamos en casa y con el que apenas llegaba a tres páginas de letra gorda de boli Bic. Recuerdo ir a la biblioteca del barrio y copiar los fragmentos correspondientes de la Monitor y de la Salvat. Como aún me faltaba una página para las diez, copié al azar un trozo de las memorias de un minero asturiano que encontré en una librería de saldo, con el consiguiente enfado de mi padre que me brindaba anécdotas más jugosas que yo desestimaba por miedo a que no encajasen en la bibliografía no explicada de mi primer topetazo con la realidad del instituto.
Aquella profesora fue algo que me pasó, dejó un recuerdo latente que solo resucitó cuando yo mismo me dediqué a la docencia y supe que no tendría que mandar jamás ese tipo de trabajos. Fue un acontecimiento admonitorio más que instructivo. Creo que la mayoría de los que nos dedicamos a la docencia recuperamos para nosotros y generamos en nuestro alumnado ese tipo de recuerdos, vivencias que se almacenan silenciosas en la memoria y que se reactivan para bien o para mal en las vidas adultas cuando se necesitan. Y si nosotros somos adultos con plena conciencia, no hay que olvidar que ellos son niños o adolescentes para los que ocupamos un lugar breve en su existencia. No pasamos por sus vidas: solo somos aconteceres que permanecerán agazapados en su recuerdo.
He visto la película recién estrenada Uno para todos y me he acordado de aquella profesora de Biología, pero sobre todo he recordado a don Arturo, que despertó mi pasión por leer y escribir, de don Hipólito, que me animó a conocer la historia; he recordado fugazmente a muchos de mis profesores de la carrera, que vivían la docencia como una pasión digna de contagio. Del mismo modo que lo vivo yo ahora, supongo que eran conscientes de lo efímero de su paso por nuestras vidas, mientras asumían a la par de la trascendencia que tendrían sus palabras y sus actos en el futuro de muchos de nosotros.
Aleix, el protagonista de la película, no sabe nada de esto, es un bisoño de la educación. Sabe que está de paso, sabe que sus alumnos lo olvidarán enseguida y que muchos ni siquiera recordarán su nombre cuando pasen al instituto. Pero es un educador, y eso se lleva en el genoma o en el oficio, llámenlo como quieran, vocación o profesionalidad. Sabe que no puede limitarse a dar su materia y largarse a las cinco a su casa a rumiar sus problemas, que son más importantes que los de sus niños. Sabe que tiene que implicarse, porque en el futuro uno de esos niños o niñas recordará que Aleix lo salvó del infierno, que Aleix lo animó a soñar, que Aleix lo escuchó, la abrazó...
Uno para todos es solo un trozo de nuestras historias de educadores, un trozo de la pasajera historia de unos niños. Es una película que todos percibiremos como cercana, como una extensión de nuestro día a día, en sus luces y sus sombras, en sus alegrías y sus vergüenzas. Los actores son verosímiles, la Escuela también, las familias, los dramas... Un curso en hora y media, reiterado y diferente a la vez, año tras año, colegio a colegio. Aleix es cada uno de nosotros repetido, ampliado y renovado.
Somos cosas que pasan en la vida de nuestros alumnos. Somos recuerdos dormidos. Somos piezas de unas memorias en construcción que necesitan cimientos sólidos. Por eso somos tan importantes, porque los docentes lo mismo somos ladrillos caravista en el edificio que alzan nuestros jóvenes, que pilares que permanecen ocultos, pero que sustentan sus vidas sin que sean conscientes de ello. Para bien o para mal. Siempre mejor lo primero.
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