En enero de 1997 leía La deshumanización del arte, de Ortega y Gasset. Personalmente, me resultaba chocante que la propuesta estética más destacada del periodo de entreguerras abogase por el elitismo y el rechazo deliberado de lo humano y lo social. Quince años después de aquella lectura y casi un siglo después de Ortega, me dan ganas de escribir un ensayo sobre "La deshumanización de la educación". En ese libro hablaría de la paradoja de estos tiempos en los que, por un lado, se trata a los educadores con criterios fabriles, del mismo modo que a un operario de la industria mecánica, por poner un ejemplo (ya saben, medir la productividad, mejorar la eficacia, controlar los niveles de consecución de objetivos), mientras por otro lado se habla de la vocación docente, de la entrega del maestro a los jóvenes, de la necesidad que tienen todos los niños y adolescentes de ser tratados como personas y no como tornillos (alguien debería recordar que la escuela pública, para cumplir objetivos, no puede desechar piezas que no cumplan el estándar). Pero no tengo el cuerpo muy orteguiano, de modo que haré lo posible por abandonar el tono ensayístico y quizá también el tono reivindicativo de las últimas notas, para entregarme a lo que siempre ha querido ser este blog, un lugar amable para hablar de literatura, lengua y enseñanza.
Escribiré, pues, de novelas, algunas de las que leí en ese mismo mes de enero de 1997 que celebra esta sesquidécada. Seré breve para no cansar. La primera es María, de Jorge Isaacs, una auténtica novela romántica al más puro estilo de las telenovelas actuales. Jovencitos enamorados desde niños, separaciones, disgustos, amor, más disgustos... todos los elementos que caracterizan el género. No creo que sea una novela muy recomendable para los estudiantes actuales, pero igual atrapa a los aficionados al culebrón de las tardes televisivas.
La segunda es Mañana en la batalla piensa en mí, de Javier Marías. Tal vez no sea su mejor novela (pienso que Corazón tan blanco es superior), pero tiene los ingredientes que definen el estilo de su autor: esa prosa enredada en digresiones sin fin, el continuo vaivén de la narración sobre el eje de un hecho nuclear, etc. Recuperar esta lectura me ha animado a empezar la última novela de Marías, Los enamoramientos.
Por último, quiero reivindicar un clásico del género policíaco patrio: el inspector Plinio, el detective creado por Francisco García Pavón, en esta ocasión enredado en las peripecias de Las hermanas Coloradas. Quizá los aficionados a la novela negra no estén muy dispuestos a aceptar como protagonistas a un policía de Tomelloso y a su amigo el veterinario, pero deben reconocer que las intrigas de la España rural son mucho más cercanas que cualquier asesinato del CSI. Seguro que Ortega y Gasset no hubiera perdonado a García Pavón por esa contaminación con la realidad. Y a mí tampoco.