Felisberto Hernández es un escritor que no se parece a nadie: a ninguno de los europeos y a ninguno de los latinoamericanos, es un “francotirador” que desafía toda clasificación y todo marco, pero se presenta como inconfundible al abrir sus páginas.
Si uno de mis autores preferidos alaba de este modo a un colega, la garantía de acierto es casi segura. Lástima que hace quince años yo todavía no era fanático de Italo Calvino y, lo que es peor, llevaba un ritmo de lecturas que apenas dejaba tiempo a los experimentos. Sin embargo, en esta sesquidécada, al revisar las lecturas de enero de 1996, encuentro a tres autores de esos 'raritos', autores que no puede uno ir recomendando a tontas y a locas. El primero ya está dicho: Felisberto Hernández, un maestro del relato, que se halla a la altura de Cortázar o Borges. En la recopilación de Nadie encendía las lámparas, el lector se encuentra con un mundo de percepciones extrañas, casi oníricas, en las que lo sensorial parece sobreponerse a lo textual. Son relatos que producen cierto desasosiego y a los que acompaña una atmósfera de misterio. Si os interesan las cuestiones biográficas, Felisberto Hernández fue también un pianista itinerante y estuvo casado con una espía de la KGB -existe una novela sobre ello-.
El segundo de los autores rescatados es Roberto Arlt. Por prescripción facultativa (es decir por exigencias de una asignatura de la facultad) tuve que leerlo junto al anterior -y otros 23 autores latinoamericanos más- durante el curso. Los siete locos es una novela de locos, en todos los sentidos. Creo que hoy podría leerla con más aprovechamiento, pero recuerdo que en aquellos días, me parecía una de las novelas más absurdas con las que me había tropezado. Creo que Arlt habría sido un gran amigo de Bolaño o Vila-Matas de haberlos conocido.
El último autor es un poeta, Vicente Huidobro, a quien también me costó lo mío entender (y ni aún hoy estoy seguro de ello). Con Altazor creí descubrir la libertad poética a la hora de abrir caminos. Pensé que no había límites para la poesía, que las palabras son mucho más de lo que significan. Todavía me faltaban unos meses para leer a César Vallejo, que me daría la puntilla.
Ya veis que el ritmo de lectura era un tanto apresurado (y eso que no he citado los clásicos del teatro que ya mencioné hace poco). Con la perspectiva del paso a la docencia, creo que la programación de lecturas en aquella asignatura era desmesurada. A mí me sirvió para conocer autores a los que no habría llegado jamás, pero me consta que una gran mayoría de los estudiantes superaron ese escollo gracias a resúmenes manuscritos o fotocopiados (Internet estaba en pañales y el Rincón del vago no era todavía una amenaza). Particularmente, siento que nos hicieron filólogos a golpe de lecturas apresuradas; lo que ganaron nuestros catálogos de lecturas lo perdieron nuestros paladares. Menos mal que el tiempo nos da la ocasión de volver a leer lo perdido u olvidado:
Soy todo el hombre
El hombre herido por quién sabe quién
Por una flecha perdida del caos
Humano terreno desmesurado
Sí desmesurado y lo proclamo sin miedo
Desmesurado porque no soy burgués ni raza fatigada
Soy bárbaro tal vez
Desmesurado enfermo
Bárbaro limpio de rutinas y caminos marcados
No acepto vuestras sillas de seguridades cómodas
Soy el ángel salvaje que cayó una mañana
En vuestras plantaciones de preceptos
Poeta
Anti poeta
Culto
Anticulto
Animal metafísico cargado de congojas
Animal espontáneo directo sangrando sus problemas
Solitario como una paradoja
Paradoja fatal
Flor de contradicciones bailando un fox-trot
Sobre el sepulcro de Dios
Sobre el bien y el mal
Soy un pecho que grita y un cerebro que sangra
Soy un temblor de tierra
Los sismógrafos señalan mi paso por el mundo