Me cuentan que mi primera escuela fue una guardería (una “miga” la llamaban en mi pueblo) a la que asistí con apenas 3 años; de aquello no recuerdo nada. Mi memoria empieza en un colegio nacional en el que hice toda la EGB. Era el colegio del barrio, en un pueblo cercano a Valencia, un colegio pequeño que compartía territorio con otros dos colegios concertados a los que iban algunos de mis vecinos. En aquel momento no lo entendía, pero resultaba curioso, ya en los años 70, que las familias de clase media llevasen a sus hijos a colegios diferentes de los que íbamos los de clase más baja. En mi clase, casi todos éramos hijos de inmigrantes, hijos e hijas de esas familias que venían de Albacete, de Badajoz, de Jaén o de Córdoba, como era mi caso. Por eso nadie hablaba valenciano (luego supe que los otros niños del lugar tampoco podían hablar valenciano en sus colegios selectos, que eso solo era para casa). Mi primera escuela era la escuela de muchos niños humildes de aquella época, una escuela en la que aún se formaba en filas con la mano en el hombro y en la que se rezaba al empezar el día y al acabarlo. De la etapa de infantil solo albergo un vago recuerdo de mi maestra doña Remedios, que propuso que me adelantasen de curso para empezar la EGB con cinco años. Así pasé toda mi etapa primaria siendo el más pequeño de la clase, un niño esmirriado que era poco menos que la mascota del grupo. Tengo buenos recuerdos del patio de tierra y árboles, de mi abuela llevándome a la valla yogures para almorzar, de jugar a pillar o a la cadena o al “churro va”. En mi memoria, el colegio era amplio y espacioso, y entrar en él después, ya de adulto, supuso un impacto enorme al descubrir que era justo lo contrario, un edificio angosto y reducido. Mi primera escuela tenía maestras en los niveles más bajos (tanto que no guardo apenas recuerdo de ellas) y maestros a partir de 4º de EGB. Entre ellos los había estrictos, muy autoritarios al estilo del franquismo, incluso con capones y tirones de pelo en las patillas, otros a los que se les notaba ya derrotados, con signos de estar en un lugar en el que no les apetecía, y algún otro que todavía mantenía la vocación de educar. En cuanto a los compañeros, esos treinta y pico en clase de aquellos años, eran como dije al principio un revoltijo de chavales de familias humildes, con bastante absentismo a partir de los doce años y también con algunos repetidores, la mayoría de ellos con necesidades educativas muy acentuadas. De todos ellos, apenas un tercio siguieron con estudios de bachillerato o formación profesional; el resto entraba como aprendiz en las numerosas fábricas de muebles de la zona o en pequeños talleres familiares. En estos momentos en los que se habla tanto de disciplina en las aulas, recuerdo que también había “gamberros” en mi primera escuela: chavales a los que la escuela les daba la espalda y saltaban por la ventana para escaparse, chavales que fumaban (igual que el maestro que lo hacía en pipa en el aula), chavales que ya estaban trabajando sin que nadie se escandalizase. Mi primera escuela era mi mejor escuela, porque no había otra y porque, junto con la biblioteca municipal, era el único lugar en el que saciar mi curiosidad. Ojalá recuperar aquella escuela, no para volver a los capones y castigos, sino para satisfacer esa ansía de curiosidad que todos los niños tienen y que, a veces, no sabemos colmar.
Re(paso) de lengua
Para los profesores de lengua y literatura, este blog pretende ser la Cueva de Alí Babá, en la que encontrar alguna idea, algún germen que permita abrir caminos, sembrar dudas, avivar el seso de los más inquietos.
06 octubre 2025
Mi primera escuela
Me cuentan que mi primera escuela fue una guardería (una “miga” la llamaban en mi pueblo) a la que asistí con apenas 3 años; de aquello no recuerdo nada. Mi memoria empieza en un colegio nacional en el que hice toda la EGB. Era el colegio del barrio, en un pueblo cercano a Valencia, un colegio pequeño que compartía territorio con otros dos colegios concertados a los que iban algunos de mis vecinos. En aquel momento no lo entendía, pero resultaba curioso, ya en los años 70, que las familias de clase media llevasen a sus hijos a colegios diferentes de los que íbamos los de clase más baja. En mi clase, casi todos éramos hijos de inmigrantes, hijos e hijas de esas familias que venían de Albacete, de Badajoz, de Jaén o de Córdoba, como era mi caso. Por eso nadie hablaba valenciano (luego supe que los otros niños del lugar tampoco podían hablar valenciano en sus colegios selectos, que eso solo era para casa). Mi primera escuela era la escuela de muchos niños humildes de aquella época, una escuela en la que aún se formaba en filas con la mano en el hombro y en la que se rezaba al empezar el día y al acabarlo. De la etapa de infantil solo albergo un vago recuerdo de mi maestra doña Remedios, que propuso que me adelantasen de curso para empezar la EGB con cinco años. Así pasé toda mi etapa primaria siendo el más pequeño de la clase, un niño esmirriado que era poco menos que la mascota del grupo. Tengo buenos recuerdos del patio de tierra y árboles, de mi abuela llevándome a la valla yogures para almorzar, de jugar a pillar o a la cadena o al “churro va”. En mi memoria, el colegio era amplio y espacioso, y entrar en él después, ya de adulto, supuso un impacto enorme al descubrir que era justo lo contrario, un edificio angosto y reducido. Mi primera escuela tenía maestras en los niveles más bajos (tanto que no guardo apenas recuerdo de ellas) y maestros a partir de 4º de EGB. Entre ellos los había estrictos, muy autoritarios al estilo del franquismo, incluso con capones y tirones de pelo en las patillas, otros a los que se les notaba ya derrotados, con signos de estar en un lugar en el que no les apetecía, y algún otro que todavía mantenía la vocación de educar. En cuanto a los compañeros, esos treinta y pico en clase de aquellos años, eran como dije al principio un revoltijo de chavales de familias humildes, con bastante absentismo a partir de los doce años y también con algunos repetidores, la mayoría de ellos con necesidades educativas muy acentuadas. De todos ellos, apenas un tercio siguieron con estudios de bachillerato o formación profesional; el resto entraba como aprendiz en las numerosas fábricas de muebles de la zona o en pequeños talleres familiares. En estos momentos en los que se habla tanto de disciplina en las aulas, recuerdo que también había “gamberros” en mi primera escuela: chavales a los que la escuela les daba la espalda y saltaban por la ventana para escaparse, chavales que fumaban (igual que el maestro que lo hacía en pipa en el aula), chavales que ya estaban trabajando sin que nadie se escandalizase. Mi primera escuela era mi mejor escuela, porque no había otra y porque, junto con la biblioteca municipal, era el único lugar en el que saciar mi curiosidad. Ojalá recuperar aquella escuela, no para volver a los capones y castigos, sino para satisfacer esa ansía de curiosidad que todos los niños tienen y que, a veces, no sabemos colmar.
24 septiembre 2025
Sesquidécada: septiembre 2010
La primera es un clásico de larga duración, Marina, de Carlos Ruiz-Zafón. Es una novela de intriga con un punto de terror que se sitúa en Barcelona y que suele funcionar bastante bien para los chavales de 14 a 16 años (y creo que también para adultos). Del mismo autor hay otras dos novelas de este estilo que también me han funcionado: El príncipe de las tinieblas y El palacio de la medianoche.
25 agosto 2025
Sesquidécada: agosto 2010
Pórtico, de Frederik Pohl, es un clásico de los viajes interestelares y el primero de la saga Heechee. Además de las intrigas propias del género de este tipo de viajes, sus riesgos y amenazas, tenemos una novela con pinceladas distópicas basadas principalmente en el colapso malthusiano. A pesar de su fama, se ha intentado en alguna ocasión llevarla a la pantalla como serie de televisión, pero aún no se ha llevado a cabo.
Otra novela que daría la talla en el cine es Muerte de la luz, de George R.R. Martin, sí, nuestro admirado procrastinador de la Canción de Hielo y Fuego. Curiosamente, esta novela se publicó el mismo año que la anterior, en 1977, aunque, a mi juicio, se mantiene más fresca y actual, lo que demostraría que este autor tiene más interés en el entretenimiento que en la reflexión filosófica. En esta novela se mezcla una historia de amor con el retrato elegíaco de una cultura condenada a perderse. Martin prefigura aquí su habilidad para enganchar al lector con una trama y una narración en la que no puedes dejar de avanzar.
Por último, una novela juvenil que suele funcionar muy bien para el alumnado de 13-15 años es Donde esté mi corazón, de Jordi Sierra i Fabra. No hace falta contaros mucho del autor, uno de los referentes de la literatura juvenil y, sin duda, el más prolífico. En cuanto a la novela, aborda una relación sentimental con algunos elementos añadidos que dan pie a tertulias y debates en clase. Podéis tenerla en cuenta para cuando volvamos en septiembre al aula, que eso ya está ahí, a la vuelta de la esquina.
17 agosto 2025
Memòries ferroviàries i literàries
Si t’agrada viatjar, tens curiositat per la geografia i l’urbanisme, t’encanten els estudis d’humanitats i, sobretot, si t’apassionen els trens, Memòries d'un vagó de ferrocarril és un llibre que no podràs parar de llegir. Li afegiria a aquest llibre un subtítol més ample que el que té: història sentimental, ètica, estètica i política del corredor mediterrani. Antoni Martí Monterde és un assagista de primera (i per això ha sigut reconegut amb diversos premis d’aquest gènere), però és també un viatger impenitent, curiós i valent, que és capaç de renunciar a les comoditats de l’alta velocitat en aras del sacrifici dels trens regionals.
L’autor comença el relat en la infantesa i joventut a la ciutat de València, amb la memòria dels trens de via estreta i la poderosa imatge de l’Estació del Nord, alçada com a tòtem durant bona part del llibre. Amb l’evolució personal i professional, ens anirà portant a Barcelona i les seues estacions, tant de la ciutat com del contorn nord, i després a Girona, on s’ha establert definitivament, si n’hi ha alguna cosa definitiva al món. Més tard, ens mostrarà els apèndixs cap a Portbou i Cervera, i cap a la Pobla de Segur i Canfranc, en un recorregut que voreja les fronteres amb França per un i altre costat.
Tot això pel que fa a la geografia, però ja hem dit que també tenim altres tòpics. Per exemple, les reflexions sobre les cantines ferroviàries i les relacions amb els cafès, els llocs on es forgen molts dels moviments artístics i polítics dels últims segles. Perquè en aquest assaig la política està ben present, sobretot en allò relatiu a la vertebració del territori, el sistema radial del ferrocarril heretat i mantingut per polítics centralistes que només gestionen pensant en alta velocitat amb epicentre en Madrid.
També tenim prou referències literàries i artístiques, relacionades amb les estacions i els que viatjaven per elles, en especial figures com Josep Pla. Imprescindible el capítol dedicat a Walter Benjamin i Portbou, amb totes les reflexions sobre ciutadania i fronteres que s’hi deriven.
Després de la lectura comprenem millor que l’Espanya buidada s’hauria de replantejar com a Espanya desballestada, primer per una planificació deficient i després per una manca de visió de futur que es permet tancar línies i serveis públics que resulten fonamentals per a mantenir viu el territori. També entenem que l’abandonament que sofreix el corredor mediterrani (no només a les relacions interurbanes, sinó també a les rodalies) no és casual, sinó que respon a una deliberada intenció d’afavorir altres eixos econòmics i logístics.
Però, com apassionat dels trens, allò que més m’ha agradat és acompanyar l’autor pels paisatges i memòries ferroviàries, molts dels quals compartisc amb ell. Compartisc les alegries de viatjar per línies abandonades, de descobrir restes d’antigues estacions i traçats urbans abandonats, de perdre el temps mirant per la finestra… Compartisc la ràbia de vore desmantellades infraestructures que donaven servei a territoris, de sofrir uns trens, uns horaris i uns preus insoportables entre València i Barcelona, de mirar amb enveja les relacions ferroviàries europees… I també, com ell, pense que “Europa serà ferroviària, o no serà”.
Memòries d'un vagó de ferrocarril. Història sentimental del corredor mediterrani
Antoni Martí Monterde. Editorial Bromera. 2024
25 julio 2025
Sesquidécada: julio 2010
Hyperion, de Dan Simmons, es la primera novela de una tetralogía impresionante, obra cumbre de la ciencia-ficción moderna. Tanto la estructura de la trama como el universo creado son espectaculares, con el añadido de unos referentes literarios que no pasan desapercibidos. Creo que es algo así como el equivalente al Señor de los Anillos en la novela de fantasía. Una delicatesssen para los fanáticos del género.
Los relatos de viajeros por España en tiempos pasados son una fuente jugosa de curiosidades y detalles que nos dan idea de lo que fuimos y lo que seguimos (o no) siendo. Entre los clásicos de este género está Aventuras de un irlandés en España, de Walter Starkie, un autor que también escribió acerca de los gitanos en nuestro país. Starkie viaja por España en 1931 y muestra un país que vive casi en la Edad Media, pero que se prepara para cambios que tardarán una cuantas décadas en llegar. Es un libro que engancha desde el primer momento, por esa mezcla entre la mirada objetiva y las propias valoraciones o prejuicios del autor. Hay una edición moderna que podéis encontrar fácilmente en las librerías.
22 junio 2025
Sesquidécada: junio 2010
23 mayo 2025
Sesquidécada: mayo 2010
La primera lectura es Neuromante, de William Gibson. Se trata de una novela de 1984 (bonito azar) en la que aparecen elementos que hoy ya tenemos normalizados como la inteligencia artificial, la matriz o los piratas informáticos. Por sus referencias transmedia y su ambiente distópico, es una novela ideal para ser adaptada al cómic, a la televisión o al videojuego, como así ha ocurrido. Tiene el encanto del ciberpunk, ese género que mezcla lo digital con el anarquismo activista o decadente, según la mirada del lector. La trama es lo bastante compleja para que nos sintamos tan perdidos en ella como el protagonista. Conspiraciones, sabotaje, extorsión y amor se enredan también en un argumento que brilla más por su desarrollo que por su desenlace. Lo dicho, un clásico de un género que se explica por sí solo.
20 mayo 2025
La península de las casas vacías contra el olvido
No sé por dónde empezar. Soy lector compulsivo, incluso en estos últimos años en los que apenas tengo tiempo de leer, por trabajo o por cansancio, cosas ambas atribuibles a la edad y la falta de disciplina a la hora de perder horas en tonterías. Leo mucho y muy desordenado, lo que me hace olvidar a veces lo que he leído. Quizá por eso reconozco una buena novela cuando me da una patada en el estómago y deja esa sensación que presagia un dolor o un placer duraderos. Recuerdo que en mis años universitarios me sucedió con algunos clásicos, pero también con novelas contemporáneas como Juegos de la edad tardía, de Landero o Las ciudades invisibles, de Calvino, entre otras.
La península de las casas vacías, de David Uclés, es la novela que me gustaría haber escrito. Eso no tiene demasiada importancia, siendo como soy un insignificante lector. Sin embargo, creo que sería también la novela que escribiría hoy Max Aub, si se alzase de su tumba y viese, con mayor estupor si cabe, la España que describió en La gallina ciega. Creo que Aub sería capaz de escribir algo parecido si uniese la magia de su prosa casi novecentista de, por ejemplo, Fábula verde, con la fantasía de relatos como La gabardina, con el sarcasmo de sus Crímenes ejemplares y con la observación de personajes de La calle de Valverde. Pero el Aub que afloraría en paralelo a la novela de Uclés sería el del autor del Laberinto mágico, la saga de novelas sobre la guerra civil de la que inevitablemente se han de acordar los lectores de esta novela que bucea en el horror de aquellos años. Los lectores de Aub pasearán por los campos de esta península de casas vacías como lo hicieron por los otros Campos, el abierto y el cerrado, el del Moro y el de los almendros, aunque en esta ocasión la realidad objetiva se verá deformada por los espejos de ese realismo mágico, heredado más de Valle-Inclán que de García Márquez.
Esta novela de David Uclés es un regalo para los buenos lectores, para los que saben aprovechar las referencias históricas y culturales, para los amantes de la literatura, para los poetas, para los desengañados y los optimistas... Es un regalo por su prosa y por su técnica, por lo que se cuenta y por lo que se esconde. Es una novela de la que se aprovecha todo, hasta el narrador. Esta novela merece dedicarle la atención que hoy nos quitan otras distracciones, porque con ella nos reconciliamos (o no) con nuestra condición de españoles, productos de esa paradoja de querer serlo y no serlo a la vez. Si hubiese una Generación del 98 un siglo después, Uclés merecería formar parte de ella por indagar en el quién y el qué de España, una Iberia cainita y olvidadiza de la que no se puede huir. Como dice el narrador acerca de unos de sus personajes, "me daba pena que, en cuatro décadas, despertaran en una sociedad que, en lugar de tratar la guerra con una firme memoria histórica, firmará un pacto de silencio y dedicará únicamente un par de páginas en los libros de texto al conflicto." Decía Max Aub en 1972, tras su visita, que no regreso, a España: "España seguirá siendo lo que es, no lo que queramos que sea. Lúcida, orgullosa, ignorante y creyente en Dios y en todos los santos (algunos laicos) y con la suficiente dosis de anticlericalismo para mantener viva la Iglesia." Necesitamos más novelas como La península de las casas vacías para no olvidar de dónde venimos, para que no venza la ignorancia sobre la lucidez.