26 noviembre 2023

Sesquidécada: noviembre 2008

Es habitual en los últimos meses que aparezca alguna noticia o entrevista de profesores quemados con el oficio y con las condiciones en las que tienen que desempeñar su tarea docente. Un sector del claustro virtual señala como culpables a la LOMLOE (esa ley que todavía ni siquiera se aplica -algunos de ellos dicen que no la entienden ni la piensan aplicar-), a los móviles, a los políticos o a las familias enfurecidas. Revisando para esta sesquidécada mis lecturas de hace quince años, me he encontrado una novela deliciosa de Natsume Sôseki, Botchan, protagonizada por un profesor que se parece en algunos aspectos al que he reseñado en mi nota Miedo y asco en las aulas


Botchan es un profesor que abandona Tokyo para dar clases de matemáticas en un instituto de provincias. En la novela se desgranan sus impresiones sobre el oficio docente, con un desapego y condescendencia que recuerdan al narrador de El guardián entre el centeno. Se pueden encontrar dos bloques de personajes, el colectivo de alumnos, que aparecen retratados como brutos indeseables y miserables, y el profesorado del instituto, a los que Botchan pone motes, y que, desde el principio, le parecen un montón de mamarrachos egoístas que solo buscan aprovecharse de él.

Os dejo algunos fragmentos:

El carácter de Botchan es recto, flexible y resistente como el de una vara de bambú, pero su impulsividad me preocupa. Si se dedica a poner imprudentemente motes a los demás y se enteran, le cogerán manía.

Pero excusar el comportamiento de unos alumnos insolentes que se han burlado de un profesor nuevo sin ninguna razón, empañaría la reputación de nuestro instituto. Educar no es sólo impartir conocimientos. Educar es también forjar caracteres nobles, rectos y con fuertes principios, en los que no cabe la vulgaridad, la superficialidad y la arrogancia.

Desde mi punto de vista, sólo había dos opciones: o se castigaba a los alumnos díscolos, o yo presentaba mi dimisión. Si prevalecía la opinión de Camisarroja, estaba decidido a levantarme allí mismo, irme a la pensión y hacer las maletas.

No creo que sea fácil alcanzar tal grado de maldad. Aquellos muchachos eran unos auténticos cerdos.

Las mismas escuelas deberían enseñarte a mentir mejor, a desconfiar de los demás y a tomarle el pelo a la gente.

Es un relato interesante que nos permite ver ciertos patrones en el funcionamiento de los institutos, más allá de las fronteras físicas y temporales. Lo mejor de este novela es que es un clásico en su país, Japón, tan ejemplar en la educación para algunos de nosotros. Un clásico que se publicó en 1906, antes de los móviles y también antes de la LOMLOE. 


10 noviembre 2023

Miedo y asco en las aulas

En 1971 el periodista Hunter S. Thompson fue enviado a hacer un fotorreportaje sobre motocross a la vez que cubría una convención policial sobre narcóticos en Las Vegas. Fruto de aquel encargo fue la mítica novela Miedo y asco en Las Vegas, que se convertiría en un icono de lo que luego se llamaría periodismo gonzo. Como señala la crítica, la mayor parte del libro está basado en hechos reales, pero alterados y exagerados hasta tal punto que pueden traspasar la línea de la ficción. Durante la lectura de la novela Había del verbo a ver. Diario del instituto, del licenciado en Filología, poeta y corrector Ánjel María Fernández, me he acordado bastante de Thompson y de sus desvaríos. Hablo de novela y no de diario porque creo que se trata de una obra que se acerca más a la literatura que al ensayo, a pesar de que se autodenomine "diario". Para mí, es literatura porque construye una trama y selecciona unos personajes, con un guion bien trazado, y con una buena dosis de elementos retóricos. No pretendo decir que lo que cuenta es mentira, sino que ha convertido la realidad en un espacio mítico, o mejor dicho, distópico. Después de trabajar 17 años en un centro de especial dificultad, ninguno de esos alumnos "zoquetes", ninguna de sus barbaridades, ninguno de sus desafíos y ninguno de sus sueños rotos me resulta extraño. Conozco muy bien ese perfil de alumno al que se relegaba a los grupos E o F, después de haber colocado a los "buenos" en los A y B, quedando en el C y D el colectivo de los "salvables" (he de decir que a muchos de los desahuciados los hemos salvado también, gracias a ser mejores profesionales que lo que se sugiere en este libro). Me sorprende, eso sí, que existan aún esos grupos que la ley señala como ilegales porque segregan al alumnado con dificultades (prácticamente todos los alumnos protagonistas son absentistas, de necesidades educativas o de compensatoria). Como bien explica el narrador, el profesor que escribe el diario, son grupos en los que la ratio no importa porque da igual que sean cuatro que doce, son carne de fracaso y abandono escolar. Como considero este libro una novela y no un ensayo, no voy a explicar los fallos de guion, por ejemplo cuando el profesor trata de explicar el concepto de adjetivo cuando tiene delante alumnos que necesitan alfabetización básica, o cuando sigue aplicando la técnica de la explicación y el examen ante grupos que presentan una asistencia irregular. Gracias a que lo considero una novela y no un diario, entiendo que los pensamientos y juicios del profesor-narrador sean tan desagradables y humillantes, con un menosprecio total de las condiciones de esos menores que quizá solo necesitan alguien que los escuche. Desde luego, el personaje del profesor está muy bien trazado, un cóctel de Bill Murray, Jack Nicholson, Mr. Scrooge y el propio Hunter S. Thompson. Hay una sensación perenne de que el narrador no es un profesor real, sino un infiltrado que ha venido a documentarse para escribir esta crónica de un curso en el infierno. En ese sentido, la novela es un éxito, porque transmite las grandes frustraciones del docente que no quiere serlo. Quizá solo por eso valga la pena leerlo, para que algunos de los que no conocen otras realidades más allá de sus sillones burgueses sepan que hay niños que huelen a leña y a enfermedad y a hambre, que hay niños a los que les gusta vacilarte acerca de la posición de un mapa, pese a haber vivido en más hogares de los que tú pisarás en tu vida, que hay niños que con doce o catorce años parece que tengan treinta. Es curioso que el narrador haya recogido fielmente los horrores del aula, pero se haya dejado en el tintero las alegrías, aunque en algún momento que se le han puesto delante no haya sabido interpretarlas. Al hilo de esto último, el libro también me ha recordado a Sin noticias de Gurb, el relato de un marciano que no entiende nada de la realidad humana y que interpreta todo al revés. Siguiendo esta línea, quizá en su próxima novela se arrime al día a día de un hospital y nos cuente con el mismo desagrado el olor a enfermedad y muerte: probablemente, un médico nunca lo haría. 

Había del verbo a ver
Ánjel María Fernández