La Cocina en aquel planeta tenía sus cosas. Había cocineros, muchos y muy buenos, pero eran expertos en cocina. No sabían de alimentos más que lo justo. Su ámbito de conocimiento eran los fogones, la cocción, el horno y, como mucho, la elección del menú. Sin embargo, en los restaurantes no había cocineros, sino titulados en Alimentos. Estos Alimentistas eran expertos en verduras, licenciados en carnes, doctores en pescados, maestros en postres... profesionales de lo suyo pero con escasa formación en cocina y mucho menos en atención al público. La mayoría habían leído miles de recetarios y se habían preocupado del arte culinario, porque sabían que tarde o temprano tendrían que cocinar esos alimentos en los que eran especialistas; muchos confiaban también en la tradición que les precedía, en cómo se los habían cocinado en sus casas o en cómo los cocinaban sus compañeros. Otros muchos también hacían caso a los Cocineros titulados, pero eran minoría, porque desconfiaban de las recetas que venían de fuera del restaurante. La Cocina en aquel planeta no funcionaba del todo bien, porque saber mucho de alimentos pero poco de cómo cocinarlos y cómo y a quién servirlos no era operativo, igual que tampoco era lógico ser Cocinero y no pisar el restaurante. La solución pasaba por trabajar juntos, incluso por introducir asignaturas de Cocina en las titulaciones de Alimentos, pero eso suponía romper una tradición milenaria en la que Cocineros y Alimentistas se ignoraban y menospreciaban mutuamente. Cada vez que los Cocineros proponían una receta nueva, especialmente si mezclaba ingredientes, los Alimentistas sacaban las uñas para defender la integridad del filete, la pureza del rodaballo. Cada vez que los Alimentistas se quejaban de que un niño se había dejado sin tocar la vichyssoise, los Cocineros se indignaban porque había sido un plato mal preparado para su edad. Y así pasaban los años en aquel planeta en el que cada día más jóvenes acababan abandonando la comida tradicional para pasarse al fast-food, mientras unos y otros se echaban la culpa por cocinasaurios o innovafogones, sin prestarse la menor atención y sin atender a las regulaciones del sector de la restauración, que cambiaban cada pocos años. Los clientes más avispados se buscaban restaurantes exclusivos en los que no se discutiesen estas minucias (algunos de ellos subvencionados por el propio estado); otros se apañaban como podían, incluso llevándose tuppers de casa. El hambre y el instinto de supervivencia hacían más o menos llevadero el caos de un sistema de restauración que tenía más retórica que recursos, pues casi siempre faltaba personal, menús y mobiliario adaptados. Por lo general, los comedores tenían más bocas que alimentar que manos dispuestas a hacerlo, pero ya saben, en aquel planeta, la Cocina tenía sus cosas y todos habían aprendido a aceptarlas como eran, como siempre habían sido...
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