Hay libros y libros, libros que puedes recomendar a mucha gente y otros que te reservas porque son objetos extraños que nunca abandonarías alegremente en un parque. Hay libros que te marcan de manera consciente y otros que te dejan una señal imperceptible que se enquista con el tiempo y no sabes bien si constituyen una enfermedad o un rencor. En julio de 2004 leí Los detectives salvajes, de Roberto Bolaño, y aún tengo esa cicatriz sin cerrar del todo. Quizá los calores del verano no fuesen buena compañía para una lectura densa, compleja, muy técnica; quizá acompañar una oposición con una novela tan ambiciosa fue exigirme demasiado, incluso terminarla a toda costa con la satisfacción de haberla superado, la novela y la oposición. El caso es que la lectura de este novelón de Bolaño, que muchos han comparado con Rayuela, con el Ulises y hasta con el Quijote, me resultó bastante inquietante, me dejó con la vaga sensación de que me había perdido algo, de que tendría que haber dedicado más atención a la letra pequeña. Ya me había pasado con Rayuela, también leída en un mes de julio. Puede que el problema sea ese, que hay libros que no se deben leer en verano, aunque sean tochos.
En resumen, Los detectives salvajes acabó siendo uno de esos libros que llamé rarilargos, porque encajan en la categoría de que solo se pueden recomendar a lectores de confianza, si es que no quieres perder amigos. Sé que algún día volveré a esta novela, con tiempo y con un sofá cómodo, para disfrutar de la buena literatura, porque después de aquello he leído varias novelas de Bolaño (gracias, Lu, por las recomendaciones de una experta) y estoy seguro de que merecerá la pena revisitarlo.
Para los que quieran aplazar esa lectura, en esta sesquidécada les dejo otra recomendación de aquel mes, algo más llevadero pero también de calidad: Mi Ántonia, de Willa Cather, una novela de 1918 ambientada en la América de los pioneros, que tal vez sea muy oportuna para desmontar los discursos contra la inmigración de ciertos políticos actuales.