Febrero es ese mes fugaz en el que uno sale de la vorágine del comienzo del año para meterse de lleno en la primavera. Es un mes de tránsito, de ubicarse bien en el curso académico para enfilar el tercer trimestre. En febrero de 2004 yo estaba haciendo eso mismo, no solo con el curso académico, sino con mi vida, tratando de enfilarla más allá de la precariedad y de los oficios errantes. Por eso mis lecturas de febrero son imprecisas y difusas.
Por un lado, tuve la suerte aquel mes de que me dejasen formar parte del jurado que preseleccionaba los relato del Premio internacional de cuentos Max Aub. Se trataba de formar parte de un comité lector que elegía los mejores aspirantes de una nómina bastante amplia y heterogénea. Fue una experiencia en la que participé en dos o tres ocasiones y que me sirvió para descubrir el envés de la literatura, ese otro lado de los que quieren triunfar y no llegan, bien por falta de calidad o bien por el azar de no ser entendidos en su momento.
La segunda lectura que rescato en esta sesquidécada es la "pseudonovela" La loca de la casa, de Rosa Montero, una novela que es más bien un ensayo sobre la fantasía y la literatura, sobre la vida y las pasiones, un alegato de la lectura como modo de crecer y de ser uno mismo. Es una obra interesante, quizá más como biografía de la experiencia lectora que como novela al uso.
Como veis, febrero es también el mes de las sesquidécadas cortas, tránsito hacia la fantasía primaveral.