"Érase una vez un principito que vivía en un planeta apenas más grande que él y que tenía necesidad de un amigo…"
El profecito lleva años, muchos años, corrigiendo. Por eso no hay quien le gane en el noble arte del boli rojo. Corrige libretas y exámenes y, si hace falta, los escritos de los compañeros o las noticias del periódico. En su desempeño diario, jamás se detiene ante un contratiempo, porque la autoridad que le confiere el cargo le dicta al instante lo que es justo y verdadero, sin necesidad de atender a matices o a distintos puntos de vista. El profecito sabe más que nadie porque estudió una carrera un día y en esa carrera fue el mejor, nunca suspendió una asignatura ni sacó menos de un diez. De ahí que nadie le pueda decir que está equivocado, porque ello supone un menosprecio a su saber. Bien es cierto que aquella carrera no contenía ninguna destreza para enseñar, pero sí buenas dosis de conocimientos de alto nivel. De aquella erudición reposada con los años viene su libertad de cátedra, o lo que es lo mismo, la infalibilidad en la toma de decisiones. Acostumbrado a corregir a diestro y siniestro, el profecito siempre descubre al minuto los errores de los demás, las incompetencias ajenas, las carencias de formación de los otros. Es cierto que a veces se equivoca él también, y debe reconocer que es humano, pero sus errores siempre son fruto de la presión externa, del exceso de burocracia o de una obstinada defensa de causas perdidas. El profecito nunca se retrasa, lo entretienen; nunca olvida un trámite, se le traspapela entre informes más importantes; nunca elude su responsabilidad, son los otros los que no dan la cara; nunca está desinformado, lo iba a leer más tarde.
El profecito vive en el asteroide B 612, así que no tengáis miedo, nunca aparecerá por vuestro claustro.
Crédito de la imagen: 'le petit prince'
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