En casi todas las reflexiones que he compartido hasta el momento sobre la
función directiva he recalcado que mi mayor esfuerzo es trabajar por la mejora de la convivencia en el centro. La resolución de conflictos se lleva, sin duda, más de tres horas diarias, solo en lo que me corresponde a mi cargo, a lo que habría que añadir las que dedican mis compañeras del equipo directivo y los otros docentes que tienen responsabilidad directa con este asunto. Es un trabajo que realizo con satisfacción, a pesar de lo duro y decepcionante que resulta casi siempre mediar o sancionar después de un incidente; lo hago con esa entrega que proviene de la convicción de que una buena convivencia en el centro supone el pilar fundamental de cualquier otra mejora, tanto académica como personal o laboral.
Sin embargo, hablar de convivencia en mi centro suele relacionarse en muchos casos con expedientes disciplinarios, sanciones y amonestaciones. Pienso que el verbo convivir no debería estar tan íntimamente ligado al verbo castigar, pero nada más arrancar el curso llevamos casi una decena de expedientes, algunos de ellos con expulsión. Son casos de agresión o de amenazas, pero también de negativas a cumplir medidas correctoras por incidentes leves. En un centro con más de 700 alumnos, más de la mitad en 1º y 2º de ESO, tenemos claro que relajar las normas acaba convirtiendo el instituto en un caos ingobernable. Debo decir que, a veces, ese desorden comienza con pequeños desafíos, como el retraso reiterado a la hora de entrar en clase, que genera el malestar del profesorado de guardia que ha de acompañar a grupos de cinco o diez alumnos/as (casi siempre los mismos) a sus clases, a las que llegan diez o quince minutos tarde, con la consiguiente interrupción del orden. Otras veces es la negativa a aceptar normas sencillas como la disposición en clase o no dejar ir al aseo cada hora. Son actos que crecen como una bola de nieve y que resultan difíciles de zanjar; además, generan una dedicación de tiempo que se pierde para solucionar otros conflictos más serios.
Resulta paradójico que, con tanto interés y esfuerzo en desarrollar planes y protocolos de convivencia seamos tan poco efectivos a la hora de convivir con esos alumnos que se resisten a cumplir normas sencillas, alumnos que acaban sacando de quicio a profesores competentes y experimentados. Paradójico es que dedicando tanta atención al diálogo como forma de resolución pacífica de conflictos, no seamos capaces de dialogar con esos alumnos difíciles a quienes únicamente ofrecemos sanciones de permanencia fuera del aula o del centro. Ni las comisiones de convivencia, ni el aula de derivación, ni los partes de incidencia remitidos a las familias producen una mejora reseñable.
Como soy curioso y no me conformo con respuestas fáciles (podría pensar, por ejemplo, que los profesores son muy señoritos o tienen la piel tan fina que cualquier pequeño disgusto les hace expulsar al rebelde), entro en clase con mis colegas y charlo con ellos y averiguo que lo que más les atormenta en estos casos es que, con tanta interrupción o desafío, no pueden garantizar el aprendizaje del resto de alumnado que sí cumple las normas, que se sienten mal cuando deben parar una clase para dialogar con tres o cuatro que no quieren trabajar, que notan la presión de una programación que se va al traste con cada minuto de clase perdido en la mediación de conflictos.
Por eso, cuando hablamos de convivencia, al final siempre derivamos en disciplina, en el cumplimiento estricto de normas, más allá de las circunstancias que rodean a cada caso, es decir, sin atención a la diversidad. De ahí que acaben pagando el pato los alumnos que ya vienen con riesgo de exclusión, alumnado poco acostumbrado a acatar órdenes o a mantener unas pautas de comportamiento regulares.
Para mayor sufrimiento, en los centros educativos como el mío no hay personal especializado en convivencia, ya que casi la totalidad de la plantilla somos profesorado de secundaria con escasa preparación pedagógica y mucha menos formación en mediación escolar. De este modo, cualquier pequeño incidente ha de tratarse con mucho celo y con muchas horas, algo que resulta difícil de exigir a los profes que llevan el horario a tope y que, al final, recae en el equipo directivo (generalmente, a costa de otras tareas burocráticas, que quedan para casa). El tema preocupa tanto que todos los años se convierte en el principal caballo de batalla en el claustro, con requerimientos de todo tipo para que el Ayuntamiento, los Servicios Sociales, la Consellería, la Inspección Educativa o el sursum corda vengan a resolverlo, como si fuese algo que se soluciona con un golpe de varita.
No sé si esto ocurre solo en mi centro. Estamos intentando mover desde la formación en centros programas de mediación y de tutoría entre iguales, pero sabemos que esto soluciona algunos conflictos, no todos. No sabemos qué hacer con aquellos alumnos que ya vienen dispuestos a jugar al gato y al ratón con los profes, qué hacer con alumnos que piensan que las normas son un mero capricho y que interrumpir una clase es un acto divertido. Tampoco sabemos qué decir a esos profes que han perdido ya la paciencia y no distinguen los límites entre la aplicación flexible de las normas y el cumplimiento riguroso de las mismas. A los primeros, me gustaría ofrecerles un espacio de aprendizaje que no fuese tan cuadriculado, pero la ley me deja poco margen. A los segundos, les recordaría que también ellos alguna vez tuvieron esas edades y que probablemente se saltaron las normas; trataría de explicarles que detrás de ese juego del gato y del ratón, se esconden niños y niñas con vidas terribles. Seguro que me entenderían, pero también, como yo mismo me respondo, me dirían que el resto del alumnado tiene cada cual sus problemas y su derecho a una educación digna, con una convivencia sin amenazas ni sobresaltos. Como se dice estos días, quizá solo haya solución en el diálogo, pero nos hace falta mucha voluntad por parte de todos los implicados, algunos de ellos totalmente ausentes en la mesa de negociación.