Mientras leía hace unas semanas el último libro de Antonio Orejudo, Los cinco y yo, recordaba con buen sabor la primera novela suya que leí, Ventajas de viajar en tren, y por azares del calendario resulta que es una de las candidatas para protagonizar esta sesquidécada de agosto de 2002.
Reconozco que me animé a leerla al ver esa portada que invita al viaje, aunque luego se trate de un viaje muy particular. Aun así, fue una novela que me gustó bastante, una de esas narraciones extrañas que siempre merecen ser revisitadas. Lástima no tener más tiempo para ello. No daré ninguna pista acerca de su contenido para que os animéis a leerla.
Hablando de viajes, la segunda reseña que rescato en estas postrimerías de agosto tiene mucho que ver con el descanso y el reposo vacacional. Se trata de Un año en Provenza, de Peter Mayle, un relato de las vivencias de un británico en el sur de Francia. Es una lectura que invita a degustar los placeres del buen comer y beber, y también a huir de las prisas y el ajetreo urbano. Una obra recomendada para superar el síndrome postvacacional.
Por último, un libro inclasificable, entre lo biográfico y lo metaliterario, la novela-ensayo Bartleby y compañía, de Enrique Vila-Matas, un complejo entramado de ficción y realidad al hilo de los escritores que deciden dejar de serlo, si alguna vez lo han sido. Una obra que comenzó una serie en la producción de este autor solo recomendable para filólogos y aspirantes a escritor.
No me extiendo más, que ya veo acercarse septiembre por el horizonte. Feliz vuelta al trabajo.
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