Basta asomarse a las redes educativas para darse de bruces con el debate entre los partidarios incondicionales de las innovaciones en el aula y los que piensan que tanta nueva metodología no es más que humo para vender productos o para venderse uno mismo. Como todo en la vida, ambos extremos son igualmente censurables y es una pena que buenos profesionales no quieran darse cuenta de ello. En esta sesquidécada voy a comentar muy de paso mi primer contacto con estas modas educativas, un encuentro que me llegó a través del libro Inteligencia emocional, de Daniel Goleman.
"La inteligencia emocional es la capacidad para reconocer sentimientos propios y ajenos, y la habilidad para manejarlos"
Seguro que a estas alturas de la innovación pedagógica os suena este tipo de definiciones, que han ido fraguando en modelos como las inteligencias múltiples o en disciplinas como la neuroeducación. En aquel lejano mayo de 2002 acababa yo de aterrizar en un colegio que enarbolaba como bandera de la innovación, además del sempiterno bilingüismo, la educación emocional. Como miembro disciplinado de aquel claustro, leí con fruición el libro de Daniel Goleman y traté de aplicarlo al aula. En realidad, saqué poco provecho de todo ello; no sé muy bien si fue porque no me enteré del todo o porque ciertas cuestiones ya formaban parte de lo que yo consideraba sentido común. Lo que planteaba Goleman era algo bastante evidente para cualquiera que ha tratado con adolescentes: la parte emocional se encuentra estrechamente ligada con el aprendizaje y con la construcción del pensamiento y que, para obtener resultados óptimos en lo académico, es necesario que los estudiantes regulen sus propios sentimientos y sean capaces de convivir con los demás. Sinceramente, para ese viaje no hacían falta tantas alforjas. Quince años después, veo que seguimos con lo mismo, discutiendo si hay que hacer mindfulness (o mejor dicho, conciencia plena) en el aula o dedicar tiempo a colorear mandalas, o es preferible a ultranza ocupar todas las horas de clase con sintaxis o geometría. Personalmente, creo que si no dejamos que los docentes articulen como mejor crean su organización del aprendizaje, si imponemos visiones únicas de la docencia, estaremos cometiendo un gran error. Intentar, por ejemplo, que alumnos de 1º de ESO un viernes a la una, después de educación física, se pongan a repasar el subjuntivo, es no haber entendido la diferencia entre un licenciado en filología y un profesor de secundaria. Pero este es un tema que desborda las sesquidécadas, así que lo dejo para otra ocasión.
Como las sesquidécadas se nutren básicamente de literatura, dejo también el recuerdo de otra lectura que marcó aquel mayo perdido en la meseta: Soldados de Salamina, de Javier Cercas. Con esta novela se abrió al gran público una corriente literaria que mezcla ficción y realidad, una tendencia de la literatura actual que trata de borrar los difusos límites entre los géneros textuales y cuyo principal representante, junto a Cercas, ha sido Enrique Vila-Matas. La novela de Cercas toma su punto de partida en un episodio histórico de la guerra civil y traza una interesante trama en la que se confunden los personajes reales y los literarios, contando con la complicidad de un narrador también engañoso. He leído algunas otras novelas de Cercas, al que considero un buen narrador, pero sigo pensando que su gran acierto fue esta obra con la que se dio a conocer. Por supuesto, acepto críticas y disensiones al respecto.