Hay temporadas en las que no atinamos con los libros y otras en las que parece que nos hallamos en racha a la hora de elegir lecturas. En el septiembre de 1999 leí a Javier Marías o a José Saramago, autores de largo recorrido en mi biografía lectora y de los que ya he hablado en el blog. Pero junto a ellos aparecen tres lecturas que han dejado poso y que van a protagonizar esta sesquidécada.
La primera es Carreteras secundarias, de Ignacio Martínez de Pisón, una novela con guiños a las road movies y a la España del sablazo. Se trata de una novela con unos personajes que se hacen querer y que resultan difíciles de olvidar, un adolescente y su padre que crecen cada uno a su manera. Carreteras secundarias ha formado parte de mis recomendaciones lectoras para bachiller desde hace años y, a veces, alguno de mis alumnos se anima y comparte ese placer de revivir lecturas. Hay también una versión cinematográfica bastante digna.
La segunda lectura es un clásico en todos los sentidos. Se trata del Elogio de la locura, de Erasmo de Rotterdam. Me sorprendió hallar un humor tan cáustico en un autor al que consideraba tan serio. El Elogio de la locura tiene un contexto muy preciso de producción en el que cobran sentido todas las burlas que destila Erasmo, aunque el lector no especializado puede disfrutar de la crítica sin necesidad de entender todo el fondo reformista que justifica esa obra. Junto con la Utopía de Tomás Moro, esta obra ofrece una visión alternativa frente la Europa oscura y dogmática que acechaba desde el Concilio de Trento.
“De la misma manera, los pontífices, diligentísimos para amontonar dinero, delegan en los obispos los menesteres demasiado apostólicos; los obispos, en los párrocos; los párrocos, en los vicarios; los vicarios, en los monjes mendicantes y, por fin, éstos lo confían a quienes se ocupan de trasquilar la lana de las ovejas” (Erasmo de Rotterdam, Elogio de la locura, capítulo LX).
Por último, El desierto de los tártaros, de Dino Buzzati, supuso otro de esos hallazgos impresionantes de la literatura contemporánea. No es una novela fácil, ni recomendable a discreción, ni siquiera distraída; es simplemente una de esas obras en las que, al llegar a su última página, uno advierte que ha cubierto un hueco a costa de crear un vacío en otro lugar remoto de la conciencia. Y ese lector incauto habrá de asumir que, como el teniente Giovanni Drogo, durante los años siguientes, en más de una ocasión llenará sus días con el único consuelo de ver asomar a los tártaros por el horizonte.