Recuerdo que en el Colegio Nacional en el que estudié EGB éramos muchos en clase. También recuerdo que había amigos que repetían o que simplemente dejaban de venir antes de cumplir los 14. De aquella clase pocos pasamos al instituto o a la formación profesional. Don Arturo, que nos daba Lengua y Francés, trataba de que escribiésemos con buena letra y con pocas faltas. La literatura aparecía en las lecturas del libro: fragmentos de Alfanhuí, de Platero y yo, de Zalacaín, el aventurero, de Castilla... Claro que eso lo supe después, porque lo que había que aprender era una lista de nombres y de obras sin mucha relación con lo que se leía. A quienes nos gustaba leer, don Arturo nos recomendaba libros como el Viaje a la Alcarria o Aventuras de una peseta. Aún hoy lo recuerdo con cariño porque decía de mis redacciones que le recordaban a Azorín. Sin embargo, hay que reconocer que la mayoría de mis compañeros de clase salieron del cole sin eso que hoy llamamos 'educación literaria'.
En abril de 1997, quince años después de la EGB y otros quince antes de esta nota, mi educación literaria había mejorado, aunque quizá seguía siendo deficiente, no por su escasez sino por la desproporción entre el corpus literario y el corpus crítico. A aquellas alturas de mi carrera había leído casi tanta crítica como obras literarias. Esto me convertía en un lector demasiado avisado y lleno de prejuicios. Miraba hacia atrás y consideraba que no había entendido bien nada de lo que había leído y que necesitaría años para enderezar mi currículo lector. Me enfrentaba a la poesía con una visión de taxidermista, las novelas las cruzaba con bisturí. Por ello, sentí una llamada especial cuando leí las palabras de
Enrique Anderson Imbert en el libro que ilustra esta
sesquidécada de tintes nostálgicos:
La pedagogía se preocupa de cómo enseñar la literatura (arte de leer, arte de escribir) o de cómo integrar la literatura en la educación humanística. No critica la literatura, sino que, definiéndolos o aplicándolos, propone métodos para conservera, transmitir y acrecentar el acervo literario. Siguiendo un plano preparado de antemano, descompone la literatura para que los estudiantes vean sus elementos. Tarea mecánica, no creadora. Nos da preceptivas, autoridades, modelos, listas de las grandes obras, resúmenes del contenido de cada libro, diccionarios y enciclopedias de la literatura. Aun su uso de la crítica afirmativa de bellezas-en las antologías, digamos- es normativa. Compara dos fenómenos, aunque sean incomparables, para que los estudiantes, por semejanza o por contraste, reparen mejor en los rasgos de una obra que deben estudiar. No tiene escrúpulos en destrozar una obra porque su intención es taxonómica. En la enseñanza, aun las clasificaciones sin valor crítico cumplen una función práctica: clasificación de la figuras de “dicción”, de los metros y estrofas, de los géneros, etc. (*)
Era eso, exactamente eso, lo que había sufrido en mi experiencia de estudiante de literatura, incluso desde los tiempos de don Arturo. Tarea mecánica, listas de obras, clasificaciones... Y en la facultad de Filología la cosa no había mejorado: ni una sola clase de didáctica de la literatura, nada de clásicos universales, ausencia total de la literatura juvenil... crítica, solo crítica, al más alto nivel, escalpelo y cadaverina. ¿Puede un filólogo -y hablo sobre todo de la rama de literatura- dedicarse a su oficio sin amar la lectura? ¿Puede acabar la carrera incapacitado para disfrutar de un texto sin destriparlo? Pues ese era mi caso. Y no me gustaba, porque era consciente de que me estaba perdiendo lo mejor. Es más, una titulación como la Filología, cuya principal salida era la docencia, asombrosamente dejaba de lado uno de los aspectos didácticos más esenciales: la formación de lectores y el placer de la lectura. Pero, volvamos a Anderson Imbert:
Aun en manos de los profesores más precavidos de hoy el ejercicio pedagógico se resiente de su origen retórico, que fue confeccionar recetas para leer y escribir.(...) La enseñanza de la literatura plantea inquietantes problemas: ¿por qué enseñarla? ¿qué es lo que hay que enseñar? ¿cómo enseñarla? ¿a quiénes enseñarla? (…)
Treinta años después de las clases de don Arturo esas preguntas siguen abiertas. Bastantes colegas mantienen con devoción y buenas dosis de costumbre la tradición en la que fueron formados. Otros nos hemos planteado una y otra vez estas cuestiones sin hallar respuesta o tratando de compensar con animación lectora esa enseñanza basada en taxonomías. Pero como no hay mal que cien años dure, quizá los tiempos que se avecinan resuelvan de una vez por todas estas incógnitas. Con casi cuarenta alumnos en el aula recuperaré como mi querido don Arturo los usos antiguos del oficio y dictaré las vidas y obras de Garcilaso, Fray Luis de Granada o Calderón, procurando que queden fijadas en sus cuadernos sin faltas de ortografía. Trataré por todos los medios de que sepan el abecé antes de desertar de un sistema educativo asistencial. Eso sí, cuando algún pupilo me pida recomendaciones para leer, lo remitiré a nuestros sacrosantos clásicos y confiaré en que treinta años después me recuerde con cariño.
(*) La crítica literaria: sus métodos y problemas (Alianza, Madrid. 1984, p.33)