Lunes, justo antes de empezar la jornada semanal, me encuentro con esta noticia: "La madre de un niño con síndrome de Down denuncia que cuatro centros se niegan a aceptarlo". Sé muy bien que hay que ser cautelosos con cualquier noticia que busca causar impacto en los medios. Sin embargo, reconozco que se trata de uno de esos asuntos sobre los cuales no me caben dudas y que no necesito ver sobre el papel para confirmarlo: Las actuaciones de algunos centros privados atentan contra principios constitucionales y suponen un factor desestabilizador en el sistema educativo.
No voy a entrar en disputas sobre los conciertos educativos, sobre ese dinero público que va a parar a entidades privadas que no garantizan los servicios que se comprometieron a prestar. Sólo quiero airear un poco la indignación que he sentido esta mañana al leer esta noticia. Y lo haré lanzando unas preguntas retóricas a las que no estáis obligados a responder:
- ¿Por qué las familias siguen pensando que los centros privados ofrecen mejor educación a sus hijos? -la razón que se ofrece en la noticia acerca de las dimensiones del centro no parece muy sólida-.
- ¿Cómo es posible que, en pleno siglo XXI, cuatro centros educativos se nieguen a escolarizar a un menor por padecer un síndrome de Down?
- Si no lo hubiesen dejado entrar en un autobús o en un centro comercial, por muy privado que fuese y con su derecho de admisión en regla, ¿sería un acto lícito?
- ¿Para qué integrar en los centros educativos a las minorías, a los que necesitan atención especial, a los inmigrantes, etc. si, a la vista de lo que ocurre a pie de calle, la sociedad nunca les va a perdonar ser como son?
- ¿Qué sentirán las familias de alumnos de esos centros cuando sepan de este asunto? ¿Alivio? ¿Alegría? ¿Remordimiento? ¿Vergüenza?
Crédito de la imagen: Levante-EMV