Hay lecturas que encajan casi a la perfección con el momento en el que se leen, ya sea por la edad del lector, por las circunstancias vitales que las rodean, o, simplemente, por la época del año en que se llevan a cabo. Echo la vista atrás quince años, como viene siendo costumbre, y recupero dos lecturas que, en sus extremos, se tocan precisamente por encajar en ese momento óptimo de lectura.
Cuando ya no importe, fue la primera novela que leí de Juan Carlos Onetti. Y quedé extrañamente enganchado al ambiente turbio y pegajoso de Santa María. Por ella desfilan algunos nombres inevitables en la obra del uruguayo: Brausen, Díaz Grey, Larsen... Las novelas de Onetti son artefactos difusos en los que no es fácil orientarse; sin embargo, dejan ese regusto extraño que persiste en la memoria más allá de estos quince años en los que regresa a mí. Onetti, para cualquier amante de la literatura, es una figura imprescindible, aunque sólo sea por esa capacidad de hacernos sudar con algunas de sus líneas. Si os interesa una visión cercana de Onetti, vale la pena leer Un posible Onetti, trabajo casi documental de Ramón Chao (sí, el padre de Manu Chao, ex-Mano Negra), a partir de unas entrevistas poco antes de la muerte del autor.
En el otro extremo, por experiencia y por planteamiento literario, se encuentra Historias del Kronen, de José Ángel Mañas. En aquel año fue muy celebrado y denostado el éxito de una novela que se comparó con El Jarama de Sánchez Ferlosio: ambas privilegiaban el diálogo como modo de narrar y coincidían en el mimetismo de una juventud paradigmática de su momento. Creo que el debate fue un poco artificial: hubo quienes marcaron como decisivo el giro marcado por los jóvenes escritores, y otros denunciaban que sólo existía afán económico por encontrar un mercado lector ávido de imágenes impactantes. Pasados los años, Historias del Kronen no es ni más ni menos que una muestra de lo que algunos llamaron posmodernidad.
Por la parte que me toca, me imagino a mí mismo, quince años atrás, viviendo los calores de julio en compañía de autores tan dispares, (también se colaron en aquel mes Rabelais, Pàmies o Kureishi) con esa ingenuidad lectora de quien todavía no acierta a adivinar lo que tiene por delante, los cientos de libros que le quedan por leer y los miles que nunca leerá. Y el ambiente caluroso de Santa María (o del Madrid del Kronen) se filtra por los poros de la memoria en un sortilegio que únicamente la literatura es capaz de conjurar.