Una vez más, en lugar de elegir dos lecturas, prefiero elegir dos autores. La elección se debe a que las obras que leí de ellos en este mes no son las más representativas, ni siquiera las mejores. Podía haber elegido otras lecturas de aquel mes de junio de hace quince años, pero ya he hablado aquí de Cortázar o Rulfo, y quizá con estos calores no apetezca hablar de Valera o Ruiz de Alarcón, que son escritores más de chimenea que de playa. La cuestión es que voy a contar algo sobre
Julio Llamazares y sobre
Howard Phillips Lovecraft.
El primer libro de
Llamazares que leí fue, cómo no,
La lluvia amarilla. Creo que muchos lectores se han enganchado a las letras contemporáneas con este libro, al menos los de mi edad. Fue un bombazo que corrió de boca en boca hasta convertirse en un best seller: la memoria del habitante de un pueblo del Pirineo que va quedando despoblado. En la estela de aquél, fui leyendo todo lo que Llamazares publicaba:
Luna de lobos,
En Babia,
El río del olvido,
Escenas de cine mudo. Esta última es la que corresponde a aquel junio de 1994, cuando el escritor tenía más eco en las páginas de los suplementos dominicales que en las librerías. Hace cuatro años publicó
El cielo de Madrid, una especie de novela en clave sobre el retiro voluntario de un escritor (¿él mismo?). Preparada para este verano tengo
Las rosas de piedra, un viaje literario por las catedrales españolas. Como curiosidad, en
otra nota de este blog, hace ya dos veranos, hablé de paisajes reales que había visitado por influjo literario; la montaña leonesa fue uno de ellos (Valporquero, el Curueño, Babia, el valle de Luna...) y fue de la mano de los textos de Llamazares (y de mis buenos amigos leoneses, claro), cuyo pueblo fue inundado por las aguas de una
presa diseñada por otro escritor: Juan Benet.
En otro mundo, en otra realidad un tanto enfermiza, se encuentra
H.P. Lovecraft, creador de un Terror con mayúsculas, el miedo a los orígenes, a lo que se quiere ocultar, a lo invisible. Leer a Lovecraft en estos tiempos se puede considerar literatura política, pues los miedos de sus personajes siguen siendo miedos atávicos, irracionales, que podemos ver casi a diario en las calles, en los medios, personalizados muchas veces en "el otro", en quien ha de venir a despojarnos de todo cuanto somos (sin darnos cuenta de que es el propio miedo lo que nos hace distintos). Aunque por aquellas fechas estaba leyendo
El sepulcro, los relatos más famosos de Lovecraft son los que se encuadran en lo que se conoce como
Mitos de Cthulhu, en los que han participado autores como Robert Howard, August Derleth, Robert Bloch... Igual de desconcertante es la historia de
En las montañas de la locura, que recuerda al espanto final de una no muy conocida novela de Edgar Allan Poe:
La narración de Arthur Gordon Pym. En esa línea de delirio y terror discurren la
mayoría de relatos de un autor
cuya vida merecería un buen repaso.
También la pasión por Lovecraft me llevó al deseo de conocer sus paisajes literarios. Algunos de sus relatos están ambientados en Innsmouth, una ciudad ficticia de la costa de Massachusetts. Poco antes de aprobar las oposiciones de Secundaria, me presenté a dos programas de profesores visitantes en EEUU; llegué incluso a las entrevistas que hacían los inspectores norteamericanos en Madrid. En uno de aquellos intentos desesperados, elegí el estado de Massachussets y la mala suerte del 11-S hizo que redujesen el número de plazas, con lo que quedé fuera de la selección (bueno, mi inglés chapucero tampoco ayudó). Quizá, de no haber sido por aquellos locos asesinos, hoy andaría dando clases de Español en Nueva Inglaterra, mirando con recelo un océano bajo el que se oculta una legión de monstruos anfibios que algún día vendrán a recordarnos quiénes somos y de dónde venimos.