Somos una curiosa especie los profesores TIC, casi lo mismo que aquellos a quienes criticamos por no actualizarse con las nuevas tecnologías. Tanto en los foros como en las
redes sociales o en nuestros blogs, nos quejamos de nuestros compañeros que se resisten a incorporar las TIC al aula, e incluso la emprendemos a golpes con otros que toman caminos equivocados o un
tanto friquis.
Lo cierto es que los raros somos nosotros, porque nadamos todavía a contracorriente. Me consta que en algunos planes de estudio universitarios se imparten contenidos relacionados con las nuevas tecnologías aplicadas a la enseñanza (por ejemplo,
Jordi Adell con sus
futuros maestros y maestras), pero en la mayoría de las licenciaturas que nutren de docentes la Secundaria me parece que todavía no se lo han tomado tan en serio.
En mi caso, acabé la carrera de Filología en el año 97. Todos sabíamos ya que la salida profesional más evidente era la Enseñanza Secundaria, pero los planes de estudio no recogían ni una sola asignatura relacionada con la Didáctica y, mucho menos, con las nuevas tecnologías, que por entonces empezaban a funcionar. Todo era investigación crítica y contenidos teóricos (por no hablar de esos grandiosos bustos parlantes que, incluso, se rebajaban a dictar apuntes a la masa). La pedagogía y sus entresijos quedaban para el
CAP, donde otorgaban títulos a alumnos amodorrados aunque no pisasen un aula. Es como si a un médico lo sentasen toda la carrera frente a un microscopio o pasando hojas de incunables de Galeno y, al acabar, le pidiesen que tomara la tensión o prescribiera una receta.
Podría haber terminado la carrera sin tener ordenador, entregando trabajos al más puro estilo del corta y pega amanuense (como lo hicieron algunos de mis compañeros); de hecho, los trabajos universitarios alimentaban ese gusto por los tomos polvorientos que había que copiar antes de que desintegrasen. Pero, un día se me presentó una visión: internet iba a ser el futuro y había que subirse al tren cuanto antes; y lo hice. Y no era fácil, porque la investigación universitaria siempre se ha mostrado recelosa de divulgar sus conocimientos, como si estuviesen vedados a los profanos (todavía es difícil encontrar publicaciones universitarias de acceso libre en internet). En la facultad, sólo tuve ocasión de conocer las nuevas tecnologías en el ámbito académico cuando cursaba ya Tercer Ciclo, gracias a
José Luis Canet, quien había pasado por la gestión de la biblioteca universitaria y había comprendido que colgar los contenidos en la red era más que razonable. En su curso de doctorado aprendí a editar textos en
formato electrónico y, gracias a ello, me acostumbré a lidiar con el
HTML.
Reconozco que de eso hace ya unos diez años, que cualquier profesor ha tenido a estas alturas oportunidad de reciclarse y que pocas excusas hay para no hacerlo. Pero también es necesario entender que las universidades han mantenido (o siguen manteniendo) planteamientos académicos obsoletos con los que muchas generaciones de docentes se han convertido en expertos en asuntos que nunca aprovecharán en el aula y, lo que es peor, a quienes no se les habrá preparado para su oficio del futuro. Y para ellos, los raros seguimos siendo nosotros, pues piensan que ser expertos en el concepto es mejor que peritos en la práctica y nadie se ha molestado en enseñarles lo contrario.
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